Las ramas muertas de Nakahel •Capítulo 1•

Aquí podrás leer de forma gratuita los primeros capítulos de Las ramas muertas de Nakahel, de Corintia; una novela homoerótica ciberpunk ambientada en una realidad distópica en la que la tecnología se mezcla con las profundas raíces de ritos y leyendas. Ahora bien, te advertimos dos cosas:

  1. Esta novela es para mayores de edad por su contenido sexual.
  2. Es una historia adictiva que no podrás dejar de leer.

Aclarado esto, ¡bienvenid@ a este antro!


1

 

jacq

Nombre. (Etimología incierta).

 

1. Instrumento musical compuesto por un armazón que tensa una cuerda y que se hace sonar con los dedos o con una púa.
2. Lugar por donde se deriva una corriente de fluido o de datos, en el que se inserta una parte designada para encajar.

 

El cielo era una cortina amarilla y púrpura, una cúpula salpicada de grietas que dejaban entrever las estrellas. Un mar glauco de hierba se extendía a todo lo que daba la vista hasta perderse en el horizonte, donde el verde y el morado se fundían en un solo color. Las briznas se combaban y componían patrones sinuosos que venían a morir, con un susurro, al pie de la colina del centro, base natural de un templete circular.

Ocho columnas de cuarzo azul eran cuanto se interponía entre el interior de la edificación y aquel marco de ensueño; la luz recubría los pocos objetos que cobijaba con una pátina centelleante y, cuando alguno mudaba de posición, dejaba en el aire una estela de chispas diminutas. Las borlas de los cojines, las flores del jarrón solitario, las llamas, incluso, de una docena de lamparillas de cristal… Todo compartía esa singularidad que sumergía las formas en niebla dorada.

Así como el templete era el punto de mira del paisaje, un lecho con dosel ocupaba el lugar de honor de este. La gasa más sutil caía en cascada alrededor, fundiéndose con la nube de polvo radiante que aventaba la brisa. Y tras ella, en el corazón mismo de aquel aislado pedazo de mundo, dormitaba la figura. La bruma, el tejido y las sábanas no ocultaban su sexo femenino ni sus contornos delicados. Yacía de costado, con los brazos flexionados ante el rostro de piel tostada, y su melena crespa competía en blancura con la almohada sobre la que se derramaba: el color de veranos interminables. Respiraba despacio. El único movimiento que turbaba la escena era el vaivén de uno de sus rizos pálidos a cada exhalación.

Precediendo a su propia estela de oro, un visitante se deslizó hasta la celosía de muselina y espió su interior. Era un joven moreno, alto, fuerte, y el tinte broncíneo de su torso desnudo era igual de intenso que el de la muchacha. Sonreía. La curva de sus labios se acentuó aún más cuando una oportuna corriente de aire apartó la tela justo por la abertura, invitándolo a dar un paso al frente.

La chica rubia abrió los ojos ante aquella presencia y se estiró con voluptuosidad. Dos iris líquidos, grises como perlas, asomaron entre el blanco y el bronce. Una ola de aroma de sándalo alcanzó las fosas nasales de su espectador, otra de calor onduló por su vientre a la vista de los relieves que la sábana cubría apenas. Se desabrochó los pantalones, flanqueó el cuerpo con las rodillas y trepó hasta enjaularlo entre brazos y piernas. Al volverse hacia abajo, a la silueta de su prisionera bien dispuesta, advirtió que su avance había terminado de desvelarla.

Había una cualidad especial en aquella mirada transparente; era suave como la docilidad con la que se entregaba, era natural como las manos que se tendían hacia sus caderas para desnudarlas con una caricia. El vello oscuro del visitante se erizó bajo el roce de los pequeños dedos. El tacto era seda, pétalos de rosa, un beso… Estiró el cuello y la fragancia penetró entre sus labios hasta que ya no le quedó sentido que no estuviera saturado de ella.

Tenía miedo de aventurarse a tocarla, de que el contacto rompiera el hechizo que le hormigueaba en las entrañas. Era tan frágil… La dejó tomar la iniciativa, encogiendo los músculos del abdomen para que, al tirar, la prenda se deslizara con más facilidad. Quería tener esos miembros elásticos enredados en torno a los suyos.

El esfuerzo no fue necesario; la tela se deshizo blandamente en una bandada de mariposas amarillas y púrpuras, salpicadas de estrellas. El aleteo cosquilleó en su ingle, dura y erguida como una columna de cuarzo, pero mucho mucho más cálida.

 

—Abre los ojos, muñeco, que tu cliente ya ha tocado el cielo. Y yo diría que hasta se ha quedado allá arriba un buen ratito.

El muñeco parpadeó dos o tres veces, extrajo el conector de una de las tomas alineadas en su nuca y se enderezó sobre la destartalada silla ergonómica que había ocupado hasta entonces. El cable retráctil pasó por el hueco del reposacabezas y zumbó de vuelta al interior de la consola adosada a la pared, aunque no completó el recorrido: su acompañante tiró de la clavija que sobresalía y la limpió con un pulverizador seco.

—¿Nunca aprenderás, Miroir? —inquirió la misma voz aguda—. Usa protección y extrema la higiene, tanto al empezar como al acabar. Bien que le sacaste brillo antes de introducírtelo.

Y no era para menos, pensaba el tal Miroir mientras lo sermoneaban. Una conexión directa ya era peligrosa de por sí como para no tomar ese tipo de precauciones. Después de todo, aquel aparato iba encajado dentro de su cuerpo, y los residuos intencionados eran una forma usual de sabotaje. Además, le habían comentado que Zels había sido el último en usarlo. Ese fulano carecía de habilidad para sabotear siquiera una calculadora, pero cualquiera sabía qué enfermedades desagradables podría contagiar alguien tan fácil de conseguir.

La superficie de una columna de metal le devolvió su imagen, iluminada por una precaria lámpara de fibra óptica. Era un chico moreno, no una joven rubia platino, y su piel no poseía esa tonalidad bronceada, sino que mostraba la palidez que era norma general en aquellos días. Los ojos eran el único rasgo que compartía con su alter ego sobre las sábanas, grandes, líquidos y de color gris; eso, y su delgada figura de adolescente. Distaba de ser menudo, sin embargo. Casi superaba por una cabeza a su compañero, que seguía con su letanía de reproches sobre profilaxis.

—Aunque claro —concluyó este—, no voy a esperar que el príncipe de la casa se digne a tener miramientos con los demás, ni a hacerle caso al pobre y viejo Celestin. Bah, bah, hoy no puedo enfadarme. Lo que le has dado al Señor Impotente ha debido matarlo de gusto, porque ha doblado la tarifa. Voy a ser igual de generoso y a hacer lo mismo con la tuya, ¿contento?

Miroir dedujo que por eso estaba tan suave. La habitual punzada de orgullo profesional, ya diluida por la frecuencia, aguijoneó su ego a la mención del Señor Impotente, como Celestin lo llamaba. El caballero padecía una disfunción de origen psicosomático y ningún tratamiento médico había conseguido… elevar sus expectativas. Entonces llegó él, penetró… en su mente, presionó… las cuerdas correctas y le brindó la primera experiencia sexual completa de su vida. Se ganó un cliente fiel hasta el borde de la adicción —uno más de tantos—, y sus ingresos lo elevaron sobre todos sus colegas en la casa. Había llegado a ser el número uno.

—¿Tengo alguna sesión más? —preguntó. Su voz, en contraste con la de su interlocutor, era profunda y suave.

—¡Al fin has abierto hoy la boca para algo! —Celestin compuso un mohín de reproche—. No, muñeco, esa era la última, un día flojo de no ser por tu mayor admirador. Hiciste que se disparase en el tiempo de preparar dos teteras, nuevo récord. ¿Lo notaste? —Miroir no se molestó en contestar. Era él quien manipulaba sus niveles hormonales, por supuesto que lo había notado—. Voy a echar el cierre por hoy. Todos han terminado, menos Zels, que ha salido a abrirse de piernas para ese parroquiano nuevo, el extravagante, y no creo que regrese hasta tarde. Puedes volver a esa montaña de escombros que llamas casa.

Era el número uno, sí, de un prostíbulo muy popular —Chezzelestin— en las guías de ocio clandestino de la megalópolis de Branche. La particularidad era que desempeñaba su trabajo echado en una silla y no practicaba ningún tipo de contacto corporal con aquellos que alquilaban sus servicios, sino que accedía al interior de sus cerebros mediante una conexión por cable. Si el cliente lo solicitaba, la conexión no era directa, se hacía a través de una estación de filtrado que proporcionaba programas de seguridad adicionales; los preservativos del sexo neural.

Miroir era un jacq. El término, que aludía en argot a quienes se conectaban mediante cable a dispositivos inseguros, había pasado a denominar en exclusiva a los profesionales del sexo. En una sociedad donde la ley obligaba a todos y cada uno de los ciudadanos a llevar módulos neurales —los llamados implantes— desde su nacimiento, el propio cerebro se convertía en un órgano vulnerable que había que defender de posibles asaltos externos. Solo alguien muy confiado —o muy temerario— se atrevía a introducir un cable extraño en uno de los puertos de la base de su cráneo, arriesgándose así a ser víctima de manipulación, sustracción de datos o, incluso, un ataque físico.

Si bien las relaciones sexuales neurales se habían convertido en la norma, la prostitución en sí chocaba de frente con los estándares morales de la sociedad. Enfrentados a los riesgos de contratarla en su versión inalámbrica y quedar expuestos —las conexiones inalámbricas eran menos nocivas pero más fáciles de interceptar por terceros—, los entendidos preferían acudir a un jacq. Aunque eso los obligaba a contar con un buen arsenal de programas de defensa, también les proporcionaba privacidad, ocultación y un increíble mundo de percepciones que únicamente podían lograrse mediante una unión tan íntima y profunda.

No era casual que Miroir fuese el mejor. La sofisticación de sus implantes y el dominio que tenía sobre sus habilidades convertía las mentes de sus objetivos en arcilla en sus manos, en un montón de piezas de construcción que él disponía a su antojo. ¿Qué era el sexo, sino química cerebral? A la manera de un entrenado perfumista, vertía unas gotas de endorfinas aquí, dejaba que fluyera la oxitocina allá y el resultado los dejaba sin aliento. Y no era el fruto de una burda respuesta involuntaria a un estímulo físico, no; el marco de la experiencia, el… aroma que la hacía deliciosa, eran las imágenes y sensaciones que creaba para envolverla, tan reales como el deseo hacía posible. A menudo, más que la vida misma. Perfumista, músico, poeta, pintor… Cortesano.

—¿Dónde está Ogmi? ¿No está monitorizando ninguna sesión? —se interesó el joven. Para encuentros en los que se utilizaba estación de filtrado, el cliente solía traer un supervisor que previniera las irregularidades. La casa, en ocasiones, ofrecía uno propio a sus chicos y chicas, y Ogmi era el mejor, aparte de ingeniero principal, técnico más avezado y autoproclamado paladín de Miroir. Y su mejor amigo.

—Eso mismo iba yo a preguntarte, chiquillo. Hoy no ha venido, ha debido quedarse dormido, igual que siempre. Te juro por mi entrepierna hueca que he conocido pocos a quienes los implantes les hubieran freído tanto la sesera.

Celestin era el obvio regente de Chezzelestin o, como se conocía extraoficialmente al establecimiento, El burdel del castrado. El apelativo no era arbitrario, ni tampoco malintencionado, porque todo lo que el reputado proxeneta conservaba de sus órganos genitales era una cicatriz, a modo de recordatorio, en el espacio que antaño ocuparan. Jamás trataba de esconder que padecía esta mutilación y no se planteaba practicarse una cirugía reparadora. En su línea de negocio, solía decir, era preferible mantenerse frío y centrado, y resultaba muy útil poseer una sola cabeza que refrigerar. No echaba de menos la pasión carnal, y la necesidad de sentarse en el excusado era un bajo precio a pagar por la tranquilidad que le aportaba su elección.

En lo referente al resto de su persona, Celestin era un hombre maduro —aunque en absoluto «pobre y viejo»—, de estatura y complexión medias, cuya voz quebrada y aguda se hacía oír con prodigalidad. Un peinado impecable, una frente ancha, pómulos caídos y nariz bulbosa rodeaban a un par de ojos pequeños y plácidos, transmitiendo el conjunto una falsa sensación de benevolencia; no había llenado sus cuentas de depósito ni su agenda de contactos a base de ser amable. Las manos, orejas y contornos de las mandíbulas cargados de anillos, y los trajes anticuados y caros que llevaba, rígidos y abotonados hasta el cuello, le servían de escaparate de su estatus.

—Por cierto, encanto —continuó su jefe—, ha vuelto el tiparraco pomposo al que te enchufaste hace días y me ha prometido de nuevo una cantidad indecente de dinero si te permito que hagas de jacq para él en su casa. Al margen de que no apruebo las conexiones fuera del local, no creo que ese pájaro se conforme con meterte un cable, tú ya me entiendes. Te aviso para que no te sientas tentado de aceptar, por mucho que te ofrezca.

Miroir asintió mientras recorría el pasillo en penumbra al que daban las salas donde trabajaban. Sus pasos golpeteaban las placas metálicas del suelo y las hacían combarse. Chapas opacas en las paredes, haces de fibra que emitían débiles luces azules, alguna que otra silla que había vivido épocas mejores… A pesar de los excelentes beneficios que reportaba a su dueño, no era en absoluto el establecimiento más lujoso del cinturón exterior urbano, pues a las actividades clandestinas no les convenía ser ostentosas en los tiempos que corrían. Los equipos informáticos y la seguridad, de lejos lo más valioso y sofisticado, quedaban bien ocultos a la vista.

—Te dejabas las dosis de antirrechazo. —Celestin tendió al jacq un paquete de viales monodosis. Entre los inconvenientes de los módulos neurales, el más significativo era la necesidad crónica de medicarse—. Cualquiera diría que solo las usáis cuando yo os lo recuerdo. ¿Cómo volverás sin Ogmi? ¿Quieres que mande a uno de los chicos para que te acerque en el levi?

—Tomaré el maglev y luego caminaré —contestó el interpelado. Luego miró sobre su hombro—. ¿Y el Señor Impotente?

—Ha salido por una de las puertas laterales, ya sabes que es la discreción con pantalones. ¿No sientes curiosidad por conocer alguna vez a tu cliente? No, qué vas a sentir. Eres la joya de mi casa, pero también la criatura más rarita: nunca hablas con nadie, ni te camelas a tus adoradores para recibir propinas extras, ni aceptas un apartamento digno en la ciudad… Ahora subirás a un vagón desvencijado que te dejará en medio de la nada, en la oscuridad, y te pegarás una caminata extenuante hasta las ruinas donde vivís (eso sí que te lo envidio, la energía de la juventud, yo ni puedo llegar a la esquina sin tener que detenerme a tomar aliento) para hacer el vegetal hasta que te toque regresar. Bah, bah, ¿para qué me molesto? Nunca aceptas los consejos del viejo Celestin, por sabios que sean. En fin, dile a tu amiguito Ogmi que aquí se cobra por dormir cuando se hace en compañía. Si no fuera tan habilidoso, el puñetero…

Miroir no esperó a que el jefe concluyera su monólogo. Salió por detrás, bajó las escaleras del callejón rodeado de rejas, atravesó un corredor maloliente y una puerta reforzada y respiró el aire frío nocturno. Tiró entonces de los cordones de su abrigo, cerrándolo herméticamente, e hizo lo mismo con su conexión inalámbrica. El modo hermético era el más inexpugnable si se quería pasar desapercibido. Imposibilitaba el acceso al sistema de comunicación global, pero también evitaba las intrusiones externas, incluidas las gubernamentales…, siempre y cuando se contara, claro estaba, con equipamiento, programas y destreza como los suyos.

El cinturón exterior urbano parecía una cordillera de bloques mal apilados, grises sobre el gris oscuro de la noche. Las manchas de colores chillones de los letreros, esparcidos aquí y allá, eran la pista que permitía distinguir la tierra firme del firmamento; eso, y las monumentales y luminosas torres del centro —la ciudad oficial, lo llamaban sus habitantes para diferenciarlo de posteriores ampliaciones— que a veces se veían a través de los huecos entre dos edificios.

Echó de menos a Ogmi para emprender el camino de vuelta, aunque, en el fondo, se alegró de que no hubiera supervisado su sesión. Para empezar, no lo necesitaba. Dominaba los programas de intrusión y defensa, contaba a menudo con el soporte de la estación de filtrado y aún estaba por aparecer quien se moviera mejor que él dentro de un cerebro implantado. Además, siempre le resultaba violento tener a su amigo de espectador. La prostitución nunca había entrado en sus planes de vida. Si bien era la única alternativa que le permitía ganar una buena cantidad de dinero desde las sombras, tranquilizando su conciencia con la certeza de que nada era real y nadie le ponía las manos encima, lo cierto era que la encontraba deshonrosa, indigna. Sabía que Ogmi, opuesto a ello desde el principio, lo desaprobaba.

Claro que, en su situación, no tenía sentido ser remilgado. Al menos no se rebajaba igual que Zels y otros, los cuales no vacilaban en pasar al terreno físico si la tarifa era buena. Pensó en su colega de la casa, que por entonces debía estar en la cama de alguien, con algo más que un cable —parafraseando a Celestin— metido por quién sabía dónde. Él jamás lo haría. La sola idea lo hacía estremecerse de asco.

Por eso le atraían los clientes como el Señor Impotente. Lo normal era que los compradores solicitaran ver la mercancía antes de pagar por los servicios de un jacq: preguntaban sus nombres, se interesaban por sus aficiones, edad, fantasías sexuales… Por regla general compartían sala, corrían a introducirles su conector en la nuca con sus propios dedos, relamiéndose de gusto, y se tendían, codo con codo, a disfrutar de la fiesta. Algunos exigían que sus parejas culminaran la sesión más allá del plano psíquico y les enseñasen… las pruebas. Él, en cambio, siempre llegaba de la manera más discreta, se conectaba en la sala contigua, a través del filtrador, jamás solicitaba verlo en persona —ni siquiera lo había hecho la primera vez— ni pedía que se implicara en la experiencia más allá de lo imprescindible. Miroir dudaba que recordase su nombre.

Ojalá, pensaba, todos fueran así. Ojalá nadie pudiese vincular su cuerpo con la faceta de su mente que más aborrecía.

El raíl suspendido del tren maglev apareció ante sus ojos tras rodear una manzana de bloques altos. La levitación magnética era el principal medio de locomoción sobre tierra, y la empleaban tanto los transportes públicos como los vehículos particulares, los levis, que circulaban sobre carreteras electromagnéticas. Las zonas de más categoría de Branche eran recorridas por muchas líneas que cubrían todas las distancias en muy poco tiempo, e incluso con algún prototipo de túnel de vacío en el que los vagones alcanzaban velocidades de vértigo. En el cinturón exterior —los suburbios de los suburbios— apenas prestaba servicio una de ellas, y el mantenimiento era más que deficiente. Dado que el joven no contaba con otra manera de desplazarse, trepó a la plataforma de acceso y se reclinó contra una columna de acero. Una maltrecha pantalla tridimensional con el logo de un árbol ramificado en la esquina cantaba las excelencias de las corporaciones que atestaban el mercado con medicamentos, aparatos electrónicos, bebidas de diseño y equipos de tonificación muscular que nunca funcionaban. Los tiempos de espera para el próximo tren solo eran accesibles mediante conexión inalámbrica, y él siempre demoraba la cancelación del modo hermético hasta el último momento antes de subir, por lo que desistió de conocerlos. Los chavales flacos y zarrapastrosos que aguardaban junto a él sí que debían estar en línea, pues mostraban la típica mirada extraviada y la expresión ausente y, además, no charlaban entre ellos. Con toda probabilidad se comunicaban mediante un servidor, ya fuera público o privado.

Al fin, el maglev dobló la curva y aminoró la velocidad hasta detenerse, con un crujido y un siseo. El grupo de chavales recuperó la suficiente iniciativa para entrar al vagón. Miroir los siguió.

Esa era la parte más delicada de la maniobra. Puesto que el vehículo únicamente admitía a ciudadanos legales, accediendo a sus identificaciones a través de los implantes, el jacq abandonó el modo hermético y dejó una grieta en sus defensas para que el sistema validara su derecho a estar allí; un derecho… que no poseía. Gracias a sus habilidades y a las identidades ánima que Ogmi programaba para él —cuentas falsas o bien tomadas de ciudadanos cuyo fallecimiento no había sido registrado— burló los controles una vez más, buscó asiento para que su altura no llamase una atención innecesaria y volvió a desconectarse. Repetiría la jugada a la salida.

Giró la cabeza y miró por el ventanal el borrón vertiginoso formado por las paredes de los edificios. En los pocos tramos en los que los huecos permitían ver más allá, el panorama no se presentaba muy diferente. El cinturón nunca perdía su aspecto de gris desaliño y la velocidad no invitaba a recrearse en el paisaje, aunque era necesaria dada la enormidad de las distancias. Aún transcurrió un buen rato antes de llegar a su destino, la parada más exterior de la ciudad. Esquivó de nuevo los mecanismos de control, saltó a la plataforma y bajó las escaleras. Un amasijo de pintadas fosforescentes lo guió hasta el límite de la civilización, allá donde se detenían las carreteras electromagnéticas y la oscuridad envolvía los edificios abandonados que, literalmente, se caían a pedazos. Tomó una calzada convencional entre una hilera de almacenes en ruinas y caminó durante el tiempo de preparar dos o tres teteras, utilizando la expresión de su jefe. Algunas matas y arbolillos raquíticos se desperdigaban entre las estructuras de metal. A partir del punto en que las luces de la ciudad ya no alcanzaban a iluminar nada, y la desaparición de la cobertura volvía innecesario el modo hermético, la maleza se hizo mucho más espesa. Encendió una linterna, se la ajustó a la manga y rebuscó entre los arbustos; el diminuto y obsoleto biciclo motorizado de cuadro bajo que utilizaba para desplazarse —alternativa barata a las plataformas aerodeslizadoras individuales tan de moda en los últimos tiempos— seguía en su sitio. Montó y se adentró, cuesta abajo, entre la maleza y los esqueletos metálicos.

Si la falta de cobertura no hubiera sido un problema, a muchos les habría gustado pasear por un paraje como aquel, donde la naturaleza empezaba a ganar una partida que había perdido por completo en la megalópolis. A Miroir, no obstante, no lo impresionaba. Conocía un lugar mucho mejor, uno del que jamás hablaba a los urbanitas que dejaba atrás, ni aun en sus fantasías virtuales mejor pagadas. Uno que solo les pertenecía a ellos.

La senda desembocó en un puente de piedra que atravesaba un cauce seco. Se detuvo, volvió a ocultar el biciclo y cruzó aquella reliquia digna de figurar en un archivo de historia. A continuación bajó por un camino empedrado, esquivando los baches con cuidado, y alzó la vista. Algunas veces, si tenía suerte, podía entrever un puñado de estrellas a través de resquicios en el cielo encapotado. Aquella noche impenetrable no le sonrió la fortuna. Lo único que se definía contra la negrura, gracias a las luces que escapaban por las rendijas de puertas y ventanas, eran los contornos de un pueblo, un conjunto de casas apiñadas a ambos lados de la carretera que carecía de alumbrado público, transporte o cualquier tipo del equipamiento sin el cual no se concebía una ciudad. Un retazo anacrónico en un mundo de cables y aleaciones metálicas.

El día había sido tormentoso y el ambiente estaba cargado de electricidad. A su derecha, donde terminaban las viviendas, el viento hacía revolverse las invisibles copas de los árboles y, al frente, el mar oscilaba sin descanso sobre el sendero que se desvanecía abruptamente en sus aguas. Aunque entonces no la distinguía, sabía que a lo lejos, en medio de aquellos antiguos bajíos ahora invadidos por las corrientes, se alzaba la mole escalonada de Mont Nakahel, la que había sido la isla más famosa del continente.

El pueblo había tenido un nombre hacía mucho tiempo, cuando la isla recibía a diario enjambres de visitantes que se detenían en él para aprovisionarse y descansar. Con el auge del sistema de comunicación y las ciudades globales, había perdido la poca relevancia que conservaba. Y por entonces, después de que todos los enclaves costeros hubieran sido abandonados por la falta de cobertura y la inestabilidad de las instalaciones eléctricas, se había convertido en un fantasma sin identidad. Los pocos que conocían la zona y la habitaban de forma encubierta le daban el simple apelativo de ramas muertas de Nakahel.

Pero algo perturbaba aquella noche la seguridad de su refugio. Más abajo, frente a una callejuela estrecha, una luz potente iluminaba a un grupito de tres hombres. El que iba en el centro lucía un traje carísimo, unas ondas rubias esculpidas a la perfección, una sonrisa insufrible… y un par de ojos que lo miraban a él. Miroir maldijo en silencio, porque lo conocía: era aquel contra quien lo había prevenido Celestin, el tiparraco pomposo que pretendía enchufárselo en su casa. Se le aproximaron.

—Observad lo que nos hemos encontrado. —Su indeseado visitante abrió el diálogo—. A mi jacq favorito, el esquivo, el huidizo Miroir.

—¿Qué hace aquí? —El joven procuró ocultar su contrariedad tras un rostro y un tono impasibles, aunque se moría de ganas de preguntar cómo lo había localizado. Era evidente que no lo había hecho seguir esa misma noche, ya que estaba allí antes que él.

—Dado que el actor no acude al teatro, el teatro se ensambla en torno al actor. —Señaló a su alrededor, con un ademán dramático—. Un lugar muy pintoresco para vivir.

—Mi local de trabajo es Chezzelestin. No celebro sesiones a domicilio y usted no puede seguirme después. Contravenir la política de admisiones conlleva la pérdida de los privilegios…

—Deja de recitarme el manual. Tú eres un profesional y sabrás que siempre se puede negociar un precio para todo, un precio que no vas a tener ganas de dejar pasar. Anda, pongámonos a cubierto. Después de que he llegado hasta este rincón incivilizado, no me vas a dejar en medio de la calle, espero. —El moreno no se movió. Gruesos goterones comenzaron a caer sobre sus cabezas y el aire adquirió un característico olor metálico—. Vamos, la tormenta se nos echa encima. Sé un buen chico.

Miroir vaciló. Por un lado, no pensaba introducir a semejante entrometido en su refugio; por otro, era absurdo quedarse a la intemperie y a la vista de cualquiera. Ellos, los habitantes de Nakahel, se cuidaban de sus propios asuntos en privado. Se preguntó, por décima vez, dónde estaría Ogmi. ¿Seguiría de verdad dormido o se habría ausentado? Tendría que lidiar con las visitas solo.

Los condujo a la vuelta de la esquina, a un comercio abandonado que apenas se utilizaba. Destrabó la puerta de madera de la planta baja, se valió de su linterna para localizar un viejo generador y presionó los botones de arranque. Tras varias intentonas, una barra de luces que colgaba del techo iluminó la lúgubre estancia. Las únicas cosas que allí abundaban eran el polvo y el frío; todo el mobiliario lo componían un mostrador demasiado grande para que lo robasen y una mesa en el centro. El jacq la interpuso entre él y los otros, se bajó la capucha y se sacudió los mechones morenos, salpicados de gotas de lluvia. En su delicado semblante pálido, los ojos grises relucían igual que dos remansos de agua. Su cliente se acercó para estudiarlo bajo la claridad.

—Tan alto y tan… Es la primera vez que me permites echarte un vistazo decente. —Una meliflua sonrisa arqueó sus labios—. ¿Por qué no programas a tus avatares para que muestren tu propia cara en nuestras sesiones?

—No tengo por qué hacerlo. —El tono de Miroir hacía descender aún más la temperatura—. Le daba lo que venía a buscar, ¿no? Nunca se quejó del servicio.

—Eso era porque no estaba familiarizado con lo apetitoso que resultas en la realidad.

—Vaya al grano —lo urgió el chico, molesto—. ¿Qué es lo que quiere?

—Qué poca sensualidad cuando no estás conectado… Ya lo sabes, quiero un servicio completo en mi apartamento. Una noche, en principio. Si me gusta lo que me vendes, podríamos ampliar el periodo y…

—Celestin le dijo que no —disparó, sin dejarlo terminar.

—Ni a ti ni a mí nos importa en lo más mínimo lo que dijera, sé que algunos chicos aceptáis trabajitos bajo cuerda. Tengo una terraza de lujo, Miroir. Te va a encantar, no encontrarás otro sitio donde estar más cerca… de las estrellas. Desde aquí no podemos acceder a mi biblioteca de archivos, pero ¿qué necesidad hay? Ven y te lo enseñaré en vivo. —El joven no se molestó en corregirlo. Aunque Nakahel no contaba con cobertura, las conexiones directas sí eran posibles—. Mi levi híbrido nos espera, llegaremos a tiempo para degustar una buena cena y abrir una de mis botellas de destilado especial.

—No hago de jacq fuera del local.

—Te pagaré diez veces la tarifa estipulada. —El rubio se apoyó en la mesa, más cerca de él—. Y piénsalo, todas las ganancias serán íntegras para ti. Que se fastidien los proxenetas.

Muy a su pesar, Miroir vaciló. Era muy tentador.

—Ignoro por qué no le basta con hacerlo en Chezzelestin —insistió, recordando que su patrón había rechazado la oferta a pesar de ser un amante acérrimo del dinero.

—¿En ese cuartucho oscuro y destartalado? —Agitó el dedo índice en gesto de negación—. No, Miroir, deseo disfrutar la experiencia de manera más intensa y en mi propio terreno. Qué ojos tan fascinantes tienes.

—El equipo es bueno…

—Quince veces la tarifa. —El hombre trajeado no tenía pinta de bromear—. No me importa vuestro equipo. Lo que pretendo es conectarme sin filtros a tu cabeza, a esa hermosa nuca que estoy ansioso por ver despejada.

—Yo… Tendría que tratarlo con mi monitor. —Experimentó una repentina sequedad en la garganta—. Aunque no se use estación de filtrado, él conduce la supervisión inalámbrica de las sesiones.

—No vamos a precisar un monitor. No vamos a precisar a nadie, de hecho. Solo tú y yo.

—No entiendo. ¿Qué problema hay con un…?

—Es obvio que no, que no entiendes. Vamos a tumbarnos en una cama, desnudos. Te sentiré retorciéndote bajo mi cuerpo. Y cuando estés dentro de mi mente, haciéndome eso que me vuelve loco, yo estaré dentro de ti, hundido hasta el fondo. —La proximidad, la mirada de predador y el tono ya habían alterado al jacq. Al oír estas palabras, los ojos se le abrieron de par en par—. ¿Sorprendido? Lo que sucede es que tu jefe no te alecciona para que explores todo tu potencial. ¿Qué sabrá un castrado de ciertas necesidades? He deseado tenerte desde el momento en que te vi por primera vez.

Se produjo un silencio muy largo. Al final, el más joven apenas pudo pronunciar una sílaba ahogada.

—No.

—Treinta veces la tarifa. Es mi última oferta y sé que no la vas a rechazar.

La mano del rubio partió, rauda, en busca del cuerpo delgado. Al posarse sobre su pecho, saboreó con regocijo aquella primera oportunidad de tocarlo. Sus ojos se convirtieron en dos ranuras ávidas mientras subía en busca de contacto con la piel del cuello. Tan suave… La gracia y la delicadeza de un adolescente, aun con esa altura intimidante… Miroir, por su parte, observó el despliegue de confianzas con espanto mal disimulado, como si se tratase de algo irreal, un fragmento de una de sus creaciones neurales. No, nunca lo habían tocado; ni aquel tipo, ni ninguno de los otros clientes.

La confusión se trocó en repugnancia, y esta en ira.

—¡No me toque! —ordenó, dando un paso atrás—. No me metería en su casa ni por trescientos y en su cama ni por tres mil, ¿le ha quedado claro? Váyase y no vuelva jamás.

—Tómate una dosis de antirrechazo, la abstinencia debe estar haciéndote desvariar. —Tras unos instantes de silencio, la voz del hombre se endureció—. No se me ocurre otra explicación para que un jacq se plantee rechazar una oferta de este calibre.

—Un jacq que se precie no se quita la ropa, búsquese a otro a quien proponerle sus porquerías. Si no va a marcharse, lo haré yo. —Avanzó hacia la salida—. Dígale a su escolta que se eche a un lado.

—¿Porquerías? ¿Quién te crees que eres? El hecho, Miroir, es que no dejas de ser… ¿un chico de compañía? ¿Un prostituto? Puedo arreglármelas para hacer de tu vida un lahar. O para empeorarla, considerando en dónde la pasas. —Señaló la desolación que los rodeaba y volvió a aproximarse a él, con calma—. Hasta ahora he sido muy amable y muy generoso. Si me obligas, dejaré de serlo.

»No me he rebajado a venir a este agujero para irme con las manos vacías. O vienes por las buenas, o te llevaremos a rastras. Una cosa es cierta: que vas a acabar en mi casa. Y en mi cama.

Se sacó del bolsillo un PEM, un arma de pulsos electromagnéticos, y la apuntó en su dirección. El joven comprendió que iba en serio. Esos mandos cilíndricos estaban prohibidos fuera del ámbito militar, lo cual no era óbice para que se encontraran en el mercado negro. Generaban un pequeño campo de energía capaz de inutilizar o destruir los aparatos eléctricos y causaban estragos en los implantes. Si bien en Nakahel la atmósfera casi siempre interfería en su activación, aún existía el riesgo de que aquel chisme funcionase, y su sofisticado sistema de defensa solo le ofrecía protección parcial. Podría caer desmayado o, como poco, sufrir un dolor en el cráneo que le haría desear no haber nacido.

Estudió la situación. Aparte de aquel bastardo y su PEM, un guardaespaldas seguía bloqueando la salida y otro se interponía entre él y las escaleras a la planta superior, cuyo acceso le habría permitido huir aprovechando una ventana. Si se colocaba entre el arma y el hombre de la puerta, dudaba que el rubio la disparase, pues el área de efecto en forma de cono habría alcanzado a su propio aliado. Aun así, no bastaría para escapar. En un escenario muy optimista, sería capaz de medírselas con uno, a duras penas con dos. Lanzó una de sus raras maldiciones silenciosas por no poder arriesgarse a vivir en la megalópolis. De haber dispuesto de cobertura, se habría infiltrado en sus cerebros y los habría neutralizado a todos en un abrir y cerrar de ojos.

De nuevo emprendió el cándido esfuerzo de convocar a Ogmi con el poder de su mente. Si tan solo, pensó, estuviera cerca…

—Bien, mi pequeño jacq, me alegro de que conserves el buen juicio y no alborotes. Ya verás, te lo pasarás tan bien que querrás repetir, y yo querré repetir si tú…

—El chaval te ha dejado bien clarito que no quiere que te lo tires. ¿Somos duros de oído, rubiales?

Aquella voz… Miroir acarició la ilusión de que su llamada había surtido efecto, aunque hubo de desecharla enseguida. No era Ogmi; la escena contaba, al menos, con un espectador oculto e inesperado. El escolta de las escaleras se giró y escrutó la oscuridad que envolvía los últimos peldaños, allá de donde había partido el sonido. Extrajo otra arma del lateral de su abrigo —una pistola aturdidora convencional y, asimismo, prohibida— y trepó por los escalones, arrancándoles una serie de inquietantes crujidos a su paso. Los que quedaron abajo contuvieron la respiración durante el momento de silencio que siguió. Luego se sobresaltaron al escuchar varios golpes sordos, un gemido y el impacto de un objeto contra el suelo. El jacq intentó aprovechar la distracción para retroceder hacia la puerta, aunque no le sirvió de mucho. El tipo que la guardaba sacó una pistola de electrochoque y lo encañonó.

Y entonces, antes de que nadie tuviera ocasión de abrir la boca, su compañero regresó de su incursión al piso superior con la cabeza por delante, rodando y rebotando contra los escalones. Al verlo desparramarse sin un quejido en el descansillo, supusieron que ya estaba inconsciente antes de caer. O muerto. Un cuerpo enorme se materializó en el radio de luz; el ricachón rubio volvió el PEM contra él y lo accionó.

No ocurrió nada al primer disparo, ni al segundo, ni al tercero. En esos latidos en tensión, Miroir tuvo tiempo de estudiar al desconocido. Se lo veía inmenso tras la barandilla, tanto en altura como en complexión. El mono de tejido oscuro que llevaba apenas disimulaba el amplio contorno de su pecho o la anchura de sus hombros. Lo que más destacaba bajo la pobre claridad de la barra era el cabello castaño claro, recogido en varias filas perfectas de trenzas pegadas al casco, y la mandíbula con carácter, tapizada con barba de dos días. Sus ojos apenas se apreciaban, ocultos en la sombra que ofrecían los aleros de sus órbitas, pero la boca sí era bien visible. Exhibía una sonrisa desagradable.

—Esos cacharros son la basura más poco fiable que te puedas echar a la cara, ¿verdad? —comentó. La chanza, por supuesto, iba dirigida al rubio—. Siempre la pifian en los momentos más inoportunos. Es mejor confiar en estos, amigo. Estos nunca fallan.

Alzó el desnudo puño izquierdo para ilustrar su afirmación y lo blandió al desgaire. Entonces dedicó una breve mirada al joven moreno, saltó sobre el pasamanos y aterrizó en el piso de la habitación, ahogando así los últimos clics del arma.

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